viernes, 17 de mayo de 2013

El último reportero

El conocido periodista y escritor brasileño Fernando Morais logró salvar algunos escollos muy difíciles y fatigosos para llevar a término —con los cubanos— su libro Los últimos soldados de la guerra fría. Más escabroso aún por tratarse de un simpatizante evidente del proceso cubano. Lidiar con esos personajes que te encuentras en La Habana y luego sumarle los que él mismo se decidió a rastrear en Miami, es una empresa de galeotes pero además dispuestos a sonreír con cada latigazo. Los periodistas cubanos de la generación posterior a la mía —y también, en mi época, muchos de los que flotaban a mi alrededor— aprendieron la lección básica de que no había que complicarse la vida con proyectos demasiado ambiciosos. Tú puedes vivir maravillosamente en esa profesión y hasta ganar fama y ser galardonado como un mariscal sin dar jamás un palo periodístico, sin venderle a ningún editor que tú tienes “la última” y sin encabezar ningún reportaje o entrevista con el orgulloso enunciado de EXCLUSIVO. Mientras estés produciendo lugares comunes, no tienes problemas. Randy Alonso haciendo pucheros ante la presencia de Fidel enfermo, en su mono deportivo o en pijamas, pero sin fuerzas para levantarse del sillón de espaldar de mimbre, es la viva estampa de la falta de profesionalismo. Venia de un programa que era más bien una corte de aduladores, La Mesa Redonda. Y está bien —y uno lo entiende desde el punto de vista emocional— que Randy se sienta afectado, si hasta hace poco el líder se personaba casi toda las noches en su programa y no parecía tan jodido. Pero los ojos aguados y los pucheros, están de más. Fidel hablaba durante horas, y parecía que gobernaba el país desde el estudio —¿o lo gobernaba realmente?—, y se mostraba natural y relajado, dueño absoluto del escenario. Incluso, es leyenda aquella noche de trasmisión, en que le dijo al conductor: “Oye, Randy, sigue tú hablando ahí un rato, que yo tengo que ir al baño”. En vivo y en directo, amigos televidentes. El Comandante se disculpa para ir a mear.

El problema, claro, es que llegó un momento que el mismo Fidel estuvo convencido de su divinidad, y esto resulta, de inicio —y se diría que por principios—, una situación embarazosa. (Hasta donde se sepa, ni Cristo ni Buda no Mahoma, ni ninguna de las deidades del panteón Yoruba, y ni Odín, por favor no me dejen fuera a Odín, daban conferencias de prensa). La última periodista del enclave, Katiuska Blanco, se suma igualmente al esfuerzo de canonización, pero tiene la virtud de no ser una espécimen calvo y de pucheros fáciles del tipo de Randy Alonso sino que es una cubana de muy buena presencia. Por lo menos, como vicaria de Fidel, estoy dispuesto a escucharla durante horas. ¿Entienden? En eso sí hemos ganado muchísimo los clientes. Estoy hablando, por cierto, de un país en el que se hizo bastante buen periodismo. Dentro de la Revolución, quiero decir. Pero resulta complicado cuando no puedes emplearte a fondo con la ironía o con una cierta carga de cinismo que es inevitable a la hora de producir un periodismo de competencia. Y si no vas a hacer saltar a tu entrevistado, ponerlo en un aprieto, para qué diablos te estamos pagando. Yo me ufano del buen periodismo de mi etapa. Nosotros avanzamos textos y reportajes que se batían en cuanto a nivel de innovación y pegada literaria con la escuela del Nuevo Periodismo del alarde yanqui de los 60. Mientras Tom Wolfe y Gay Talese y Hunter S. Thompson se desplegaban en Brooklyn o Las Vegas, nosotros estábamos igualitos de enredados con las nuevas técnicas pero dislocados en la escuela de maestros de Minas de Frío o en los cañaverales de Mangalarga o de compañeros de una emboscada de Guardafronteras en los manglares al este de Isabela de Sagua. Excelente Nuevo Periodismo al unísono con los yanquis. Al menos de eso me ufanaba.

La explicación del desastre, según mi punto de vista, es que nuestra vida ciudadana terminó siendo como una especie de corral. Poco importaba la información que circulara dentro del cercado de tablones. En definitiva, la Revolución Cubana se ha desenvuelto todo el tiempo para un público que se encuentra en el exterior. Allí adentro, el apoyo a la Revolución ocurre a las buenas o a las malas. El periodismo será peor en Corea del Norte, pero la policía política anda pareja en cuanto a eficiencia, incluso la cubana teniendo que lidiar con la apariencia de operar en una sociedad más abierta. Así las cosas, la propaganda para consumo exterior se ha basado en un producto que sin muchas prevenciones ni cuestionamientos ha comprado a las grandes luminarias. En este orden de cosas, los nombres que barajaba Fidel Castro solían ser de vértigo, desde Gabriel García Márquez hasta Oliver Stone. ¿Cómo se llamaba aquel viejito, el español de las novelitas policiacas, medio maricón él, que se prestó igual para las alabanzas? Y entre esos dos polos —los señores de arriba, para ponerle nombre a las cosas—, Gabo y Mr. Stone, puedes descargar un batallón de camiones de volteo repletos de premios Nobel, Pulitzer, Oscares, y cuanto galardón y autor de best seller o éxito de taquilla te acuerdes. Claro, de vez en cuando se les va al tiro por la culata, alguien que reniega, y entonces tienen que mandarse a correr para lo que se llama el control de daños.

Surge entonces el caso de Fernando Morais y su libro sobre los últimos soldados de la Guerra Fría. Un caso extraño, porque no es un renegado y en el transcurso de un baile de equilibrios que parece imposible, logra mantener su integridad política (que, sin discusión, es de izquierda y de apoyo a la Revolución Cubana) a la vez que produce un libro sin concesiones y con ausencia absoluta de consignas ilustradas. No creo que a los funcionarios cubanos les haya dado mucha gracia. Pero el daño ya está hecho, así que vamos a aceptarlo de todas maneras —o lo perdemos. Querían un vehículo de propaganda para sumar a la causa de los famosos cinco, pero nunca un reportaje en serio. Al final han terciado por la mejor solución (y muy a tono con el gobierno de medias tintas de Raúl Castro). Por eso las toneladas de melaza que vertieron en su presentación del libro en La Habana, con presencia de Ricardo Alarcón, el Presidente de la Asamblea Nacional, y toda la parafernalia habitual. Se lavaron la cara. Como para decir, ¿se fijaron?, nosotros sí que somos los más liberales del mundo.

¿Liberales? Bueno, lo primero que pasa con el libro, es que Fernando no comete los mismos errores de García Márquez, que se subordinó. Gabo tuvo una feliz arrancada con su reportaje “Operación Carlota” sobre la presencia decisiva de los cubanos en la guerra de Angola de 1975. Pero de ahí en adelante se dedicó a cumplir órdenes. Era de muchas maneras lógico. Cuba lo abastecía de información que era clasificada en muchos de los casos, aunque la principal razón de su obediencia reside en que Fidel lo obnubilaba. Aclaro que tal información es de naturaleza clasificada solo en los bordes. En Cuba y en todos lo que concierne a la Revolución, lo único realmente clasificado es lo que afecte la seguridad (y el futuro) de Fidel Castro. A Fernando Morais le hicieron la oferta. Y él, desde luego, aceptó. Lo que nadie previó es que él no iba a detenerse allí en las gavetas que supuestamente los cubanos ponían frente sus ojos y por primera vez antes que a ningún otro cristiano.

Entre tapa y tapa de Los últimos soldados de la guerra fría, el resultado es una mirada audaz y profunda de los episodios recientes del así llamado asunto cubano. No usa adjetivos —como concepto de base— y le da al lector la oportunidad de conocer el territorio desde puntos de vista variables y pocas veces coincidentes, amén de la famosa información privilegiada que pusieron en La Habana a su disposición. No se dejó manipular por ninguna corriente ideológica —ni siquiera por las suyas propias. Casi un imposible cuando tratas con el Gobierno cubano, porque existen muchas presiones de su parte, y no es que sean mercantilistas; las peores son las de índole política o moral, y cuando te tratan de compañero, es que ya te tienen en un puño y date por liquidado. Para mí, por último, queda sin resolver la tragedia de unos infelices muchachones encerrados supuestamente para siempre en unas refrigeradas y pulcras —pulcrísimas—, celdas de unos establecimientos norteamericanos de máxima seguridad, en donde han sido depositados gracias a los manejos de su propio líder. Los entregó. Miserablemente. Fidel Castro es el responsable de esas penas. Él lo sabe y que no me joda. Es así como la porción de gloria que le toca a Fernando es haber escrito un libro de historia antigua con los protagonistas aún vivos. Tiene coraje el brasileño. Intentar reactivar los retumbos de la Guerra Fría es un ejercicio de infinita lealtad con los cubanos. Ojalá que nunca despierten.

Coda con puros

Fernando

Me gusta hablar con Fernando por Skype porque lo observo prender los espléndidos Cohibas que debe traer por cajas desde Cuba, si no los compra en el mismo Brasil. Me imagino que lo haga solo por molestarme, y yo aguanto a pie firme. Un Cohiba es una experiencia de los dioses aunque se lo fume otro. Y aquí, donde yo vivo, enarbolar un puro de esa prestancia —y máxime frente a la camarita de Skype— es casi un acto de delincuencia. Información privilegiada y tabaco. Hete aquí otro beneficio del tema cubano. La fuma.

Fidel

Yo pienso que hay una relación directa entre la transformación de la Revolución Cubana —de una fiesta popular a la tiranía— en el hecho de que Fidel Castro dejara de fumar. Es que gobernar dejó de serle placentero. Las relaciones con el medio ambiente no fueron más de gusto, no vinieron tramitadas con los grandes humos. En definitiva los grandes humos que habla Heberto Padilla es lo que une al gran macho cubano Fidel Castro con el gran maricón que es José Lezama Lima. Siempre tenían un habano en la boca. El habano en la boca te obliga a una sensualidad. Sartre lo observó con certeza cuando dijo que Fidel cerraba los labios como un puño sobre su habano. Ay, Lezama, cómo tú disfrutaste esa escena. Sí, no es lo mismo la toma de las decisiones más terribles cuando carecen del saboreo de alto contenido de amoniaco de las hojas de Vuelta Abajo, al tacto entre la lengua y el paladar. Los grandes humos. Época prodigiosa, sibarita. ¿Te lo imaginas, dando la orden de que te fusilen, los ojos brillando como pantera, mientras se echa una aldaba? Te están amarrando a un arbusto cuando te da la espalda y se retira. El vaho húmedo de su tabaco lo sigue.