lunes, 12 de diciembre de 2016

Sobrevivió a la noticia

Las palmeras en invierno.
Hace una semana, tras el entierro de las cenizas de Fidel Castro el diario español El País publicó un artículo, de Juan Jesús Aznarez, bajo el título de “Raúl Castro, el albacea”. La nota comienza así: “Los brotes de humor negro atribuidos a Raúl Castro (…) fueron atestiguados por el escritor Norberto Fuentes durante el paseo otoñal de 1987 por Camagüey, visitando la fábrica de fusiles de asalto Kaláshnikov. Acompañaban al entonces ministro de Defensa, su ayudante Alcibíades Hidalgo y el vicepresidente Carlos Lage. Tragos en mano, se metieron con el agua hasta la cintura en la piscina de la residencia que la policía reservaba para estas visitas, según Fuentes en su libro El último disidente. De sopetón, Raúl Castro soltó: ‘¿Ustedes se imaginan, caballeros, que pasaría en este país si a Fidel le da un infarto y a mí me da otro al recibir la noticia?”. Ante las solicitudes de muchos amigos, reproducimos aquí íntegra esa crónica que también se podrá leer en una edición de El último disidente que próximamente estará en venta en sus versiones impresa y electrónica.

El hermano menor

Le llaman “El Cuate” en el círculo más reducido de sus amigos y nada le complace más que lo reconozcan como el primer bolchevique de América. Es un título que él mismo se ha creado, entre chanzas de viejos camaradas y sus impulsos revolucionarios, probablemente para ser, al menos en esa extraña añoranza leninista, el primero por encima de su hermano, sabiendo de antemano, además, que el hermano no se va a interesar en disputárselo. Raúl Castro no es un hombre de gran estatura, ni corpulento, y ha envejecido rápidamente, y a veces las fotografías revelan un pecho abombado que le resta marcialidad. En su conjunto, no presenta la recia impronta que debe distinguir a un ministro de Defensa, aunque ocupe ese cargo desde hace 45 años y que, incluso —y este es otro de sus motivos de orgullo—, haya sido el más joven ministro de Defensa de la historia —un veinteañero cuando lo nombraron en 1959. Por aquel entonces tuvo que superarse con el largo rabo de mula que le colgaba sobre la nuca y su voz inmadura, quizá de adolescente. Hasta que decidió ponerse en manos de un implacable fígaro de la barbería militar del antiguo campamento de Columbia, que, de un tijeretazo, dio por terminado el atributo guerrillero. Ah, ¡y la voz! Ahora es una voz cavernosa y ronca, que impostó a base de arduos ejercicios y de no volver a permitirse un falsete. Ahora sabe rugir y eso es muy adecuado para un sistema de ordeno y mando. Por otro lado —cuando no lleva atuendo militar con sus charreteras de cuatro estrellas de general de Ejército—, sabe vestir sin ostentación pero con suma elegancia y prefiere las ropas de color beige, y el lujo de la única joya que se permite es el Rolex Oyster de oro. Este es, pues, el hombre de presencia ligera y dado a las bromas y a disfrutar de las largas veladas que propicia la gracia de ser un buen bebedor, muy de acuerdo a su estilo bolchevique, y al que he visto tomar decisiones de jefe de Estado, implícitas de frialdad y rapidez ejecutiva, sin que le hayan hecho temblar las manos.

Este es a su vez el hombre que todos observan por sus posibilidades de sucesor de Fidel Castro. En las últimas semanas, luego de que Fidel tuviera el traspié y se hiciera pedazos la rótula —ocho pedazos, exactamente— a Raúl se le ha ofrecido la oportunidad de ejercer el papel de Presidente de la República. Se presenta en la losa del aeropuerto para recibir dignidades, impone condecoraciones y suple en el podio los discursos habitualmente reservados para Fidel. Desde luego, esto obliga a todos los observadores de la política cubana a volver a reparar en el más pequeño Castro. Lo que preocupa es saber si tienen al hombre con la capacidad y los recursos necesarios para dirigir el país —y sobre todo para controlarlo a la muerte de Fidel. Pues me parece que tengo la más preocupante de las noticias para ellos. Más que noticia, un cuento. Una tarde del otoño de 1987, yo acompañaba a Raúl en un recorrido por la provincia de Camagüey que debía terminar en la primera fábrica cubana de producción de las prodigiosas carabinas Kalashnikov, cuando, tragos en mano, nos metimos con el agua hasta la cintura en la piscina de la residencia que la Seguridad del Estado reservaba para estas visitas. Dos o tres miembros más del séquito —recuerdo al vicepresidente Carlos Lage y a Alcibíades Hidalgo, el ayudante— también disfrutaban de aquel ocaso en provincia, cuando Raúl dijo, de sopetón: “¿Ustedes se imaginan, caballeros, que pasaría en este país si a Fidel le da un infarto y a mí me da otro al recibir la noticia?” Fue nítido el nervioso tintineo de los cubos de hielo en el vaso del vicepresidente Lage. “¿Se lo imaginan? —insistió Raúl—. ¿Se lo imaginan ustedes, caballeros?”

Bueno, yo no sé qué debimos imaginarnos aquella tarde, pero sí otra ocasión en que Alcibíades me dijo, no sin un aceptable dejo de orgullo por la resolución de su jefe, que Raúl “tenía muy claro lo que debía hacerse” en caso del fallecimiento de Fidel. Realmente, había mucho más entusiasmo y deliberación que en el lúgubre pronunciamiento de la piscina camagüeyana. “Tiene una conciencia muy clara de su actuación en ese momento”. Y perfiló —por supuesto— una inequívoca noche de cuchillos largos. Y masiva. Quiénes iban a ser incluidos en la lista de la degollina es algo que me quedó sin precisar, pero me resultaba evidente que era todo aquel que pudiese representar el más mínimo peligro para su asunción al poder, al menos en esos instantes críticos de sustituir a Fidel y su gloria.

No les quepa la menor duda, sin embargo, de que pese a estas angustias existenciales, es el hombre perfecto para el cargo. Tomen sino sus dos o tres obras maestras organizativas. Cuando el núcleo matriz de la guerrilla fidelista se fracciona en marzo de 1958, se produce un despliegue hacia al norte del valle intramontano de la región oriental bajo el mando de Raúl, donde pasa a operar permanentemente. Allí es donde él funda el Segundo Frente Oriental “Frank País”, que realmente —en medio de la guerra y para la edad que tenía— fue una proeza, aquel pequeño Estado revolucionario, ejemplar y sin duda disciplinado por el terror. Y después, al triunfo de la Revolución, se convirtió en el jefe del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, que siempre ha funcionado como un reloj. Si se toma en cuenta que había heredado un aparato militar de niveles de subdesarrollo y con armamento de la Segunda Guerra Mundial y que además había sido el ejército que los mismos guerrilleros derrotaron en un par de años y que a la vuelta de una década llegó a ser catalogado como uno de los diez primeros ejércitos del mundo y que llegó a dislocar una fuerza de combate permanente de unos 100.000 hombres apoyada con más de 500 tanques y artillería y aviación de intercepción supersónica a más de 15.000 kilómetros de distancia, en la República Popular de Angola, lo menos que se le puede conceder es que se trata de un eficiente organizador y con un buen equipo de asesores.

Pero, cuidado, todavía es el emisario. Un hombre como su hermano Fidel, que no permite siquiera que se le suministre anestesia general para mantener el control de la intervención quirúrgica en su rótula, no es fácil de poner bajo control y mucho menos de aproximarle la idea de ser sustituido. La ilusión de que está disminuido es vana y fatal para el que se lo proponga como escenario de una acción política en Cuba. En este sentido, yo ni dudo incluso de que hayan querido —quizá desde Miami, quizá desde la Casa Blanca— negociar con Raúl a espaldas de Fidel, negociar lo que contrarrevolución insiste en vender como una transición. Desde luego, esa posibilidad también está prevista, y por lo menos en lo que resulta hasta el día de hoy, el mismo Raúl ha puesto a Fidel al corriente de estas dulces tentativas de conspiración.

Fidel se ha descansado durante muchos años en la figura de Raúl porque lo ha hecho aparecer como que su hermano menor es el malo. Y es algo de lo que Raúl se queja y dice, coño, en realidad el malo es él. De modo que eso a la larga significa que, en caso de que Fidel desaparezca, Raúl no tiene una imagen que cuidar con tanto celo. Fidel sí la tiene, como se sabe, y la necesita incluso como alimento espiritual. Bueno, se trata realmente de un personaje fuera de serie. Raúl no, porque es más común. No es una descripción peyorativa. Se trata de acercarlo al común de los mortales. Pero, por eso mismo, y ya que hablamos de lo malo que pueden ser los hombres, reitero que no le va a temblar la mano para la represión. Aunque al final la época no lo ayude para una degollina ni va a contar con la intelectualidad mundial virando el rostro hacia otro lado.

Tampoco es nada nuevo toda esta historia de la transición. Porque es algo que ellos han puesto en marcha hace ya bastante tiempo. Yo recuerdo que Raúl estaba empeñado en mandarnos a Alcibíades Hidalgo y a mí a la URSS y a Polonia para que estudiáramos los procesos de la Perestroika y del ajedrez entre el gobierno de Jarulsesky y el sindicato Solidaridad. Al final solo dio tiempo para que mandara a Alcibíades a Polonia. En eso también Raúl era el leal bolchevique, es decir, también apostaba a lo que pudieran lograr los soviéticos, y recuerdo aquel cuarto piso de su oficina en la sede del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, con los retratos de todos los mariscales y generales soviéticos que habían pasado por Cuba como sus asesores.

Siempre tendremos a París

Y es melancólico, por lo menos hay espacio en su alma para estas extrañas navegaciones del ser. A principios de 1987, yo viajaba a París para cumplir el contrato de un libro y Raúl me hizo perder el vuelo un par de veces. Recuerdo con exactitud una de las fechas, el 10 de marzo. Se presentó en la puerta de mi casa, muy temprano en la mañana, miró las maletas en la sala y a la que era mi mujer, Lourdes Curbelo, con sus atuendos de viaje, y dijo: “¿Tú no crees que puedas suspender ese viaje?”. Todo lo que quería era evocar París. Había estado allí a su regreso del Cuarto Festival Mundial de las Juventudes y los Estudiantes celebrado, nada más y nada menos, que en Bucarest, en 1953. Cuatro días desandando por París. La añoranza, la nostalgia de aquellos pocos días todavía lo apresaban. Entonces comprendí el enorme sacrificio que este hombre había hecho por su hermano. Quisiera dedicarse a jugar gallo y a las juergas. Pero está obligado a mantener bajo un puño de hierro a un ejército comunista. Y no solo a soportar esa carga, sino que es la herencia que le deja el hermano. Si alguien ha estado condenado a no ser lo que quiere, es Raúl Castro. Un militar eficiente, cumplidor y depurado. En eso lo convirtieron, en un hereje de la vida bohemia y del vagabundeo. Prohibido trasnochar, hermano.

Por fin, cuando pude salir para Francia, creo que a la semana siguiente, resignado Raúl a que yo ocupara su lugar a orillas del Sena, me pidió que —a mi regreso— le llevara una caja de vinos pero baratos, de los que toman regularmente los franceses. “No se lo digas a nadie en la embajada porque entonces se quieren esmerar y se gastan una millonada con los vinos más caros. No. Yo quiero recuperar el sabor del vino de mi juventud”.

Es un hecho que Raúl podrá moverse represivamente con mucha más facilidad que Fidel porque es mucho más ideologizado, quiero decir, mucho más adscrito al comunismo. Y puede decir junto con Stalin que no está en el poder para pasar a la historia sino “para ser el perro cancerbero de las conquistas del socialismo”. Mucho menos creador que Fidel, solía decirme cuando me visitaba en mi casa y con los dos solos en mi oficina —bueno, solos absolutamente no; siempre estaban los vasos bien servidos— que a él lo que le interesaba era mover los hilos desde la oscuridad. “Mover los hilos”, me decía y me mostraba unos dedos que supuestamente movían las articulaciones de un títere. Es un conspirador y ha entendido que esa es la esencia del gobierno. Un conspirador natural, por cierto, porque sus lecturas son fatales —es un fanático de los mamotretos de Gary Jennings sobre Marco Polo (El viajero) y el conocido Azteca, que le suministraba García Márquez y luego él ordena adquirir por decenas para repartir entre sus generales, y con los que recicló su pasión por las novelitas soviéticas sobre la Guerra Civil o la Segunda Guerra Mundial—; pero nada de un nivel más sofisticado, como las constantes lecturas de Fidel sobre Roma. De cualquier manera, con más o menos tonelaje de sangre a su haber que se le achacan por indiscriminados fusilamientos, debemos aceptarle una simpática habilidad de hombre que sabe lanzar una mirada irónica sobre todo lo que le rodea. Recuerdo la ocasión en que escuchábamos una arenga de Fidel en la que apelaba a una conducta espartana y sobria de la población y el codazo con el que Raúl me subrayó su observación de que “ni te preocupes, que en el proceso cubano, la austeridad dura siempre muy poco”.

Esto último puede ser, al fin, una buena noticia. Esa cierta comprensión de Raúl por la debilidad humana habla de un hombre con el que se puede negociar. En definitiva, duro o flojo, sanguinario o no, la posibilidad de lograr la apertura sigue vinculada a la habilidad de los americanos —y de lo que quede de inteligencia en Miami— para tratar de acercársele sin emitir las señales equivocadas, sin obligarlo a que vuelva a atrincherarse. Todo depende, en verdad, de la calibración. Nunca habrá apertura desde posiciones de debilidad para los cubanos. La perspectiva de hundir en el mar la isla antes de entregarse es la única verdad de la Revolución Cubana. Denlo por seguro.

Y que Raúl sea el hombre con el que iniciemos el diálogo, depende por lo pronto, según sus propias palabras, de que sobreviva a la noticia de que el Comandante en Jefe ya no está entre nosotros.