lunes, 1 de enero de 2018

El último escritor


Los módulos de combate y la investidura de las boinas verdes (mandadas a fabricar especialmente a una industria de confecciones militares de Checoslovaquia) y el apertreche con Los hombres de Panfilov, el tomito de Alexandr Bek (“parque ideológico”, le llamábamos; parque en su acepción de municiones) que recibieron su bautismo de fuego en el Escambray, eran en verdad parte de una preparación, de un tenso episodio de espera, que finalmente se produce con la introducción en combate por parte de los americanos de la brigada de desembarco anfibio 2506 entrenada en Guatemala y trasladada hasta la costa sur cubana por la CIA con el propósito de derrocar la Revolución. Una logística a todas luces competente estaba a la disposición al comenzar la batalla ese 17 de abril de 1961. Aparte de las partidas de fusiles FAL adquiridos por Batista pero que llegaron tarde y cayeron en manos de la Revolución y de las nuevas partidas que ella misma negoció con los armeros belgas (entre 20 000 y 40 000 fusiles; la cifra aún es una incógnita), junto con el cuarto millón de ejemplares que llegó a sumar Los hombres de Panfilov, el grueso y decisivo material concretado por parte de la URSS, Checoslovaquia y China estaba suministrado para la fecha. Es decir, fusiles FAL, novelas de Panfilov, más 125 tanques (IS-2M y T-34-85), 50 cañones autopropulsados SAU.100, 428 piezas de artillería de campaña (de 76 mm a 128 mm), 170 cañones antitanques de 57 mm, 898 ametralladoras pesadas (de 82 mm y 120 mm), 920 piezas antiaéreas (120 mm y 12.7 mm), 7 250 ametralladoras ligeras y 167 000 fusiles y pistolas, todos con sus municiones. Y se estaba a la espera de una entrega programada de antemano de 41 aviones reactivos de combate y reconocimiento (MiG-19 y MiG-15), 80 tanques adicionales, 54 piezas de artillería antiaérea de 57 mm y 128 piezas de artillería (incluidos los descomunales cañones de 152 mm). Este último cargamento, depositado sin demoras en territorio cubano y a la disposición de los combatientes poco después de obtenida la victoria en un balneario construido por la Revolución un año antes, llamado Playa Girón, en un recodo al este de la Bahía de Cochinos. Y, en La Habana, las viejas rotativas de Diario Nacional, Excélsior, El País, El Crisol, Información, Alerta, Pueblo, no paraban de imprimir Chapaev, El torrente de hierro, Somos hombres soviéticos, El último Almiar, Héroes de la fortaleza de Brest, Un hombre de verdad, Campos roturados (los dos tomos), El Don se desborda (los cinco tomos), La Joven Guardia, Días y noches y Así se templó el acero.

* * *

Toda una generación de combatientes cubanos educada bajo la advocación del teniente Baurdzhán Momish-Ulí, jefe de batallón de la 316 División de Fusileros del Mayor General Iván Panfilov subordinada al 16 Ejército del General Konstantin Konstantinovich Rokossovsky que en octubre de 1941 fue asignado a un sector de 8 kilómetros de largo en las márgenes del río Ruza, con el objeto de defender la ciudad de Volokolamsk y la carretera que la cruzaba, unos 128 kilómetros al oeste de Moscú, ante el avance del ejército alemán, y donde Momish-Ulí participó —él, personalmente— en veintisiete combates —¿ustedes saben lo que son veintisiete combates? ¿Ustedes tienen la más mínima, puñetera idea de lo que es eso?—, y que entre el 16 y el 18 de noviembre su batallón fue aislado del resto de la División en la villa de Matronina y que aun así se las arregló para contener a los alemanes y romper el cerco y regresar a sus líneas. Y aunque esto no era el objetivo principal del libro —sus páginas las dedicó Alexandr Bek, a lo que podemos llamar la educación del soldado antes de su bautismo de fuego—, terminó enseñándonos a nosotros, los cubanos, la misma lección, puesto que el libro apareció en el Moscú de 1944-45, muy tardía su utilidad en un ejército a la defensiva. Hacia esa fecha lo que se requería era un libro para una fuerza a la ofensiva, ya que las tropas soviéticas rodaban indetenibles hacia la batalla en territorio alemán. Y eso fue lo que pasó con unas masas de combatientes que a lo largo de dos décadas —por lo menos— lucharon bajo distintos pabellones y guerras; la patria de Momish-Ulí le encajaba como un sayo a tantos soldados como Estados Mayores aprobaran su lectura. Pero a mí me sirvió en un sentido muy particular. Me sirvió en otra dirección. Porque a mí me hizo escuchar un ruido. Necesito, para que me entiendan, que me vean en la mañana del 30 de diciembre de 1967. He alcanzado a reunir a duras penas 100 páginas a dos espacios para componer un libro. Es el mínimo exigido por la Casa de las Américas. Me he conseguido seis vistosas carpetas azules plásticas y ya tengo los seis ejemplares sobre la mesita redonda del comedor del apartamento que tengo con Haydee. Dos sujetadores ACCO mantienen por compresión del margen izquierdo las hojas ordenadas dentro de las dos tapas plásticas. Cinco ejemplares para Casa de las Américas (norma establecida por los patrocinadores del certamen) y mi ejemplar de reserva. No recuerdo si el título podía aparecer en la primera página pero el nombre del autor sí debía permanecer oculto en un sobre que acompañaría el paquete. Era además imprescindible escribir un lema que debía identificar cada ejemplar del libro y que se hallaba a su vez en el sobre regular de carta en el que uno incluía su nombre y generales. Tampoco recuerdo si hice un atado, con algún cordel, para mantener unidos los cinco ejemplares. Colocada una hoja de papel, doblada cuatro veces en sentido horizontal, con los siguientes datos

                          Norberto Fuentes
                          San Lázaro 875
                          entre Soledad y Oquendo
                          Apto. 52
                          La Habana
                          Tél 7 33 15

Solo quedaba pegar la solapa del sobre y repetir el lema que ya identificaba mis cinco copias originales de Condenados de Condado. Le pedí a Haydee, que participaba de todo el trajín con igual excitación contenida, que lo escribiera con un bolígrafo de tinta azul, en letra cursiva de buen tamaño. Se trataba de eludir mi torpe caligrafía. Ella escribió:

“Traigo el canto de los ríos embravecidos…”

No tengo explicación ahora a mi exigencia del entrecomillado y de los puntos suspensivos, como si fuera una cita de mí mismo. Aunque me doy cuenta que, en efecto, no estoy citando ningún texto en específico, sino una experiencia, una muy extraña, casi de origen místico. Ensordecedor el hierro. Mi primer libro y cuando lo termino y le pongo un rótulo que es obligatorio y puse que traía el canto de los ríos embravecidos, el ruido que traía era el de las batallas a campo descubierto de agrupaciones de ejércitos y donde dejan temblando la tierra aún después que se ha apagado el eco del último disparo y la noche cruzada por las bengalas y las trazadoras en el Arco de Kursk y de los órganos de Stalin y su aullido salvaje en la noche y el bramido del rio Volga y el del Don de Sholojov cuando se desborda. Eran los ríos embravecidos que yo oía. Eran los míos. En Cuba no hay ríos embravecidos. Hay mares embravecidos pero están fuera de la isla. La baten y se abalanzan contra sus duros arrecifes y siempre le dan por el norte, porque en el sur no hay fondo para alimentar el oleaje y es siempre un mar tranquilo. En el norte, que fue donde Hemingway tuvo que ir a buscar su río, en la corriente del Golfo, pero no dentro de la isla. Ya lo entiendo. Mis ríos embravecidos estaban, están en los libros. Por allí corren. Ahí tienen su cauce.

* * *

Llegamos a la sede de Casa de las Américas pocos minutos antes de las 12 de la noche. Haydee, el paquete de libros y yo. No, no le puse de nombre Operación Cenicienta. Pero se me pudo ocurrir. Llegamos hasta allí en el medio regular de transporte de los cubanos: un ómnibus del servicio urbano. La sede de Casa de las Américas estaba —está todavía— en un apacible recodo de una barriada habanera de clase media llamada El Vedado, y a menos de cien metros del Malecón habanero. No había un alma por todos los alrededores. Un sendero de losas llevaba directamente a una puerta, que estaba abierta, y a continuación, en una estancia intensamente iluminada, había una mujer ni joven ni vieja sentada detrás de un buró, sola, y a la espera. Le mostré mi paquete y le pregunté si todavía estaba a tiempo. “Desde luego”, me dijo, con una sonrisa. Puse el paquete sobre la mesa y ella me preguntó: “¿Género?” “Masculino”, fue la esperada respuesta de mi parte. El codazo de Haydee en mis costillas, suave, diríase que hasta cariñoso, pero codazo al fin, y su risita de exasperación ocurrieron al unísono. “Género literario, compañero”, dijo la mujer, que ahora, vista más de cerca, podía situarse en los treinta y tantos años. “Cuento, compañera. Cuento.” Al abrir una gaveta a su izquierda, la mujer esgrimió un gomígrafo y luego extrajo una almohadilla entintada. La almohadilla decía CUENTO. Metódica, fríamente, imprimió la palabra en la parte superior derecha de una hoja de color beige que yo había colocado de resguardo antes de la hoja del lema. Después la mujer, con su bolígrafo, debajo de la impresión del gomígrafo, escribió un símbolo de número y un número. Puso: # 35. He conservado uno de aquellos ejemplares, pero no el de mi reserva, porque advierto una nota editorial manuscrita sobre la misma primera hoja Borrador para hacer copias (ya está revisado de acuerdo al original). Lo tengo aquí, a la derecha, en mi librero, todavía protegido con la carpeta azul de vinil.


Y eso era todo. Podíamos retirarnos. Haydee y yo decidimos ir la heladería llamada Coppelia que Fidel había inaugurado dos años antes con el propósito expreso de producir más sabores que la americana Howard Johnson. Creo que le ganó por uno o dos sabores. O al menos se valió de un recurso retórico: las “combinaciones”. Ni recuerdo ahora de dónde sacó la fruta —o las frutas— para tomar la delantera en esa nueva batalla contra el colosal imperio, pero llegó a ofrecer 26 sabores y 25 combinaciones. ¡Qué de injertos, qué de inventos genéticos ocuparon ese genio! Un ejemplar único este Fidel nuestro. Lo mismo te llenaba un continente de guerrillas o de secuestradores de embajadores, que te creaba una combinación de helado de vainilla con guayaba. Coppelia estaba abierto hasta tarde —lo que en esa época considerábamos tarde y la plenitud de la vida bohemia: la una de la mañana o algo así— y nuestro matrimonio —de los 51 victoriosos sabores que Fidel Castro había logrado sustraerle a la flora y fauna cubana— se conformaría con un sondi de chocolate. Así, mientras salía del sendero y alcanzaba la acera, miré de reojo hacia atrás. La última mirada a la tumba del faraón antes de sellarla con la enorme lápida de piedra. Pero no detecté ningún movimiento de la señora en señal de que se aprestara a cerrar el portón de la Casa de las Américas, ya que las doce campanadas estaban a punto de sonar, por lo que la fecha y hora de admisión para competir en el concurso de Casa de las Américas de 1968 habría de extinguirse. Entonces, por primera vez, tuve miedo. La feroz alegría que me acompañaba mientras escribía el libro, la exaltación que me reportaba mi propia audacia y mi desacato y el entender de pronto hasta donde uno podía llegar y divertirse con la escritura de una pieza de ficción, iba a ser ahora lo que podría ocurrir cuando los burlados se despertaran, lo que el revés de la burla, si mis cálculos resultaban correctos, me devolvería como represalia. En mi rápido paneo hacia adentro de la institución, no vi los libros donde yo los había colocado, apenas unos segundos antes, arriba del buró de la recepcionista. Bueno, no había nada que hacer. Las naves estaban quemadas. Comprendí entonces que la verdadera audacia no había sido escribirlo, sino entregarlo. Una acción equivalente a depositar en manos de la policía tu propia confesión. Pero que además nadie te la he pedido. Sin que ellos te la hubiesen exigido ni hubiesen imaginado su existencia. Entonces hubo como un alivio. Entonces me concentré en la idea del chocolate. En fin, que salí de allí con las manos vacías. Ni papel de comprobante ni nada. Era una época, ustedes lo comprueban, en que todavía se podía confiar.

Fragmento de Plaza sitiada. Una edición especial por el 50 aniversario de Condenados de Condado está en preparación.